El triunfo de Uruguay por 1-0 con gol en el minuto 86’ de Luciano Rodríguez fue embriagante, porque nos dio el título de campeones del mundo claro, pero sobre todo por la forma única e impactante con la que el equipo uruguayo dominó la final. Una final del mundo, ¿entienden?, y Uruguay jugándolo a tope, completo, en una faena inolvidable.

Lo inenarrable por inconmensurable de una final del mundo encuentra reflejos, señales, entre millones de personas que lo entienden, que lo sienten, aunque no haya forma ajustada y precisa de acoplar informaciones, apreciaciones, sensaciones, emociones. Es único y muy conmocionante. Golpea, sacude, abre el pecho, la cabeza, te deja a corazón abierto. Y te llena, te explota.

Intensidad celeste El primer tiempo fue de tal intensidad y presencia de la celeste que, a la sensación de plenitud total después de la sólida exposición de los jóvenes uruguayos, sólo le faltó el gol que asegurara, reafirmara la notoria y enorme diferencia que hubo para el equipo de Marcelo Broli. Dominó de punta a punta.

Uruguay empezó el partido con una impostura de protagonista, con certeza en sus movimientos, seguridad en su posición en la cancha, y obligando a Italia a dividir la pelota y las posiciones mucho más de lo que habíamos imaginado.

El colectivo italiano no encontraba respuesta, pero además estaba desnorteado, perdido, superado y sin saber qué hacer más allá de golpear en exceso, y -llamativamente temprano- a hacer tiempo.

Fueron minutos de ataques y acercamiento al área rival. Hubo varias aproximaciones, aunque ningún remate fue concretamente al arco, pero la sensación de ataque y de dominio campeaba en el Diego Armando Maradona.

El elenco oriental manejaba una intensidad altísima sobre el campo de juego, con presencia, seguridad, habilidad y ajustadísimos movimientos defensivos cuando atacaba a la pelota en posesión italiana.

Fue a los 22 minutos que Uruguay tuvo la más peligrosa de todas cuando, en el primer córner a favor de los celestes, Anderson Duarte cabeceó en el segundo palo y el arquero italiano apenas pudo sacar su remate, que terminó otra vez en córner.

Fue evolucionando el partido y seguía el dominio pleno de los celestes de lado a lado, en todas las líneas con un vigor y una seguridad impactantes. De Rodrigo Chagas, enorme en el lateral derecho, a Maturrito exuberante por izquierda; de Luciano Rodríguez, golpeadísimo sin que el árbitro hiciera nada, al despiertísimo Anderson Duarte.

Fue completísima la exhibición uruguaya al comenzar la segunda parte, con sostenido dominio y juego, imponiendo y doblegando casi por completo al equipo italiano.

Seguían los ataques uruguayos. Después del cuarto de hora ya con Andrés Ferrari, que sustituyó al exhausto Duarte.

Todas, todas las ganaba Uruguay, por primera o por segunda. Un infierno, un hermoso infierno. El estadio hervía, alentaba, empujaba.

Casi un ataque atrás del otro, un robo tras otro. Pero el gol, el de la diferencia hiper demostrada, no aparecía. Claro que iba a aparecer, y fue a los 41’ -tanto tardaste golcito, divino, único e inolvidable y para siempre-, fue Luciano Rodríguez, después de dos rebotes -porque no quería entrar-, que la empujó hasta el fondo en el gol más lindo, porque no hay fealdad cuando tu gol es para ser campeón del mundo.

Y eso fue, y es maravilloso. No había forma de que el partido terminara de otra manera, por la maravillosa exhibición, por la forma de jugar, por Uruguay.

Ser campeón del mundo, hacernos otra vez campeones del mundo, como hace 99 años sentenció Lorenzo Batlle desde Colombes cuando la gesta fundacional de las epopeyas del fútbol uruguayo: “Vosotros sois el Uruguay, muchachos”.