La Iglesia celebra hoy el Santo nombre de la Virgen María, nombre que tantas veces y con tanto cariño habrá pronunciado el mismo Jesús y millones de cristianos a lo largo de 20 siglos. Antiguamente esta fiesta se llamaba del “Dulce Nombre de María”. Hoy celebran su onomástico todas las mujeres que en el mundo se llaman María en infinidad de lenguas y nacionalidades, cuyo número es imposible de calcular. Esta fiesta nació en Cuenca, España, en 1513, desde donde se extendió a toda España, y en 1683 el papa Inocencio XI la decretó para toda la Iglesia de Occidente, en acción de gracias por la derrota de los turcos por la fuerza del rey de Polonia, Juan Sobieski, en Viena.

“El nombre de la virgen era María” (Lc. 1, 27)

Contra lo que alguno podría pensar, no se trata de un asunto trivial; no, en lo absoluto. Es cierto que el nombre de María hace recordar al de la primera mujer, Eva, pero lo hace por contraste: a diferencia Eva, quien pecó apartándose de Dios y condenando a sus hijos, María fue hecha puerta del cielo y mediadora de todas las gracias.

“María”, en consecuencia, es el nombre que evoca la obra de la salvación. Quien pronuncia con amor esa sencilla palabra, “María”, sabe que en Ella está contenido el gran misterio del amor de Dios por sus creaturas.